Mi historia personal con la música es como esas historias de amor imposible que terminan haciéndose reales sólo gracias a la pertinacia de una de las partes. La principal diferencia es que, al contrario de lo que puede pasar con una persona que te desvela, la música no te rechaza. Al final, y no como en las mayorías de las historias de amor, todo depende de uno.La cosa es que ya de niño estaba muy enganchado con cosas como las canciones de Grease, Fiebre de Sábado por la Noche y su secuela, Stayin’ Alive. El problema era que no tenía dónde escucharlas. En mi casa no había más que una radio y sólo tenía banda AM. No estaba mal. Después de todo, mi generación escogió como rito iniciático de su adultez la devoción nostálgica por el repertorio romántico latino de los setenta y principios de los ochenta. Pero algo me faltaba. No tenía FM, tornamesa ni tocacintas. En mi vida no había rock and roll.
La televisión abierta de ese entonces era mi último refugio. La aparición al aire de un capítulo de Solid Gold (creo que a veces lo ponían cuando los canales tenían problemas con su señal en directo) era un regalo del azar que me regocijaba tanto como recibir un juguete inesperado. Me hice adicto a los programas de video clips y memorizaba todo lo que podía, los nombres de los artistas, de las canciones, el disco en que venían. Todos los que conversaban de música en mi mundo infanto-juvenil tenían la tecnología. Yo no, pero tenía la información.
La adquisición del primer equipo con reproductor y grabador de cassettes pasó casi inadvertida en mi hogar. Era sólo otra cosa que tocaba música. Para mí fue como ser dueño de un aeropuerto. Desde ahí podía llegar a cualquier parte. Me conseguía discos de vinilo y los copiaba. En cassettes de cromo, para que sonara mejor. Siempre llevaba conmigo cintas vírgenes para copiar los discos de otros en su casa. Si tenían discos compactos, mejor.
Sí. Yo maté la música. No tenía otra opción. Copié y copié discos. Transcribía minuciosamente desde el título hasta los créditos. Muchas veces me di el trabajo de incluso duplicar las letras de las canciones con trazo milimétrico en hojas que dimensionaba para que cupieran en la caja de un cassette. Tal obsesión no sólo me permitió acceder a la música que quería. También tuvo efectos secundarios. El menos importante fue que, de tanto copiar letras de canciones, aprendí bastante inglés. El más relevante y paradójico fue que, a la larga, me convertí en un gran comprador de discos.
Creo que al acceder a la música por la vía del bajo presupuesto aprendí a quererla más, a incluso apreciar el trabajo de la industria discográfica en su globalidad. Recuerden que mis cassettes piratas iban hasta con créditos. Así llegué a valorar el original. Cuando pude sortear los escollos económicos de la vida estudiantil, me convertí en asiduo de las disquerías. Hoy, tengo una colección de discos originales relativamente contundente, nada muy impresionante tampoco, pero satisfactoria. Algo que nunca pensé llegar a poseer en esos años de piratería apasionada.
Esa pasión es lo que la industria discográfica no comprende cuando pide que no maten la música. Es cierto que el mercado pirata callejero es un delito tributario y contra las leyes de propiedad intelectual. Pero no puede ser un delito el pirateo solitario emprendido por alguien que no tiene otra salida para tener en casa ese disco que le voló la cabeza en la casa de un amigo, que no se encuentra en las tiendas o cuyo precio resulta prohibitivo. Apuesto lo que sea a que esos piratas se convertirán en compradores apenas puedan.
Yo sigo copiando música. Quemo Cd’s o bajo mp3’s. Lo hago cuando son discos que los sellos no editan en Chile o cuyo precio en el comercio electrónico se encarece demasiado por recargos de correo que no logro entender en el país de los acuerdos de libre comercio. Al mismo tiempo, he redescubierto los discos como objeto, no como pura información, y estoy empezando a comprar vinilos. Nada me haría tan feliz como comprar vinilos de cosas que he bajado recientemente, Summer Make Good, de los islandeses mum, I, el disco de The Magnetic Fields en que el título de todas las canciones comienza con la vocal “i”, Aw, C’Mon y No, You C’Mon, los álbumes mellizos del grupo de pop de cámara Lambchop, por nombrar algunos.
Una vez, el dueño de una disquería, negocio que también debería ser sensible al pirateo informático, me dijo que para él no había amenaza en el intercambio gratuito de archivos musicales. “Si antes había 50 personas que conocían música soul, ahora hay 500. Y de ellos, muchos ya están comprando discos”.
Esos asesinos de la música son, curiosamente, los que están ayudando a mantenerla viva.
La derecha chilena impulsó la reforma agraria. La derecha chilena apoyó y se benefició del fomento estatal a las industrias a través de Corfo. La derecha chilena ha gobernado junto a partidos de izquierda y ha apoyado, en distintas ocasiones, medidas populistas como la fijación estatal de precios y reajustes de salarios por sobre la capacidad económica del país. Cosas como esas se leen en el libro Con las Riendas del Poder: La Derecha Chilena en el Siglo 20, de la historiadora Sofía Correa.
Entre principios de los ochenta y principios de esta década (¿cómo se llama?, ¿los 2 mil?) pude vivir con relativa tranquilidad. Con los últimos estertores de marketing de El regreso del Jedi (tal vez un helado tardío o una línea de zapatos escolares asociados a la película) concluía para mí una pesadilla de exclusión en la que todo el mundo a mi alrededor parecía formar parte del universo de la infame saga. Todos menos yo. Todos habían visto las películas, conocían los personajes, tenían juguetes, el álbum, disfraces. Todos parecían felices reproduciendo un mundo que yo no había podido conocer.