7.18.2005

Elogio de la Cordura


De un tiempo a esta parte, hemos vivido un proceso de revaloración de las emociones. La racionalidad tiene cada vez peor prensa. Se aprecia que alguien tenga la capacidad de "conectarse con sus emociones". Se critica a las personas demasiado racionales. La relevancia que se la da a las emociones en nuestra época se advierte en que se haya logrado instalar en el lenguaje cotidiano la idea de una inteligencia emocional, lo que implica suponer que hay habilidades relativas a las emociones que se pueden medir y comparar entre una persona y otra.

En mi experiencia personal, durante más de una década trabajando en medios de comunicación he podido advertir cómo el componente emocional ha robado terreno al análisis, a la verificación a partir de hechos, al rigor informativo. Figuras mediáticas como el Rumpy y Bonvallet, proyectos como The Clinic, no surgieron por nada en los noventa. Ellos y otros respondieron a demandas insatisfechas de identificación emocional. En general, su aceptación no dependía ni depende de la veracidad o coherencia de sus mensajes, sino de su estilo, su originalidad, su audacia.

Creo que un país se descartucha así, de una forma irracional, catártica. Una vez más: Miles de personas en pelotas en medio del frío de una mañana de invierno, a la misma hora en que se juega la final de un mundial de fútbol, es algo que no tiene lógica. Pero no deja de tener sentido. Sobre todo si se toma en cuenta la historia de represión y límites a la libertad de expresión que precedió a esa ruptura.

El peligro está en que la catarsis se lleve todo a su paso. Que el carnaval de emociones nos nuble el entendimiento, como se dice. Que no nos demos tiempo para reflexionar y sopesar las cosas. Que le creamos todo a Gemita Bueno porque nos convence emocionalmente. Que el entusiasmo con la caridad y la solidaridad nos ciegue ante las injusticias. Que sigamos reproduciendo lugares comunes y creencias sin motivo.

Para dar un ejemplo, suelo escuchar un discurso emocional anti santiaguino. Que la contaminación, que las micros, que la delincuencia. Pero consideradas las cosas desde un punto de vista racional, hay menos contaminación que antes (menos preemergencias al año), las micros, por muy deplorables, contaminan menos que los autos por cada pasajero que transportan, y Santiago resulta una ciudad estadísticamente segura. El debate entre empresas y ecologistas también parece enturbiado por una animadversión emocional entre los actores en pugna. Es como una pelea entre el apego emocional por la plata y el apego emocional por la naturaleza.

Es cierto que es muy importante dar curso a las emociones. Ellas permiten expresar nuestras rabias y nuestros sentimientos de amor. Nuestros miedos y nuestros gustos. Y es bueno externalizar todo eso. Pero la razón y la cordura permiten recomponer las cosas luego de un enojo. La razón barre con los prejuicios y la intolerancia cuando el miedo a los otos amenaza con imponerse. Las decisiones racionales aumentan la calidad de vida en las ciudades. La razón convierte una pasión coyuntural en una relación amorosa que puede proyectarse en el tiempo.

Sin la razón, podemos olvidarnos de los otros y minar el campo donde se manifiestan nuestras emociones. Por eso, me emociona la razón.

7.06.2005

Las Macabras Fiestas de los Ochenta

Días atrás, uno de mis cuñados llevó a mi casa el nuevo disco de Los Miserables, La Voz del Pueblo. Es un colección de música chilena de protesta en estilo punk. Hay versiones para temas de Santiago del Nuevo Extremo, Sol y Lluvia, Illapu, Víctor Jara, Violeta Parra y otros.

Antes de continuar, debo decir que, en general, no me gustan Los Miserables. Lamentablemente, en 1994 me tocó escribir una reseña de uno de sus discos en la revista Rock & Pop y tuve que poner lo que pensaba. Lo terrible es que los comentarios iban acompañados de una nota al disco, del 1 al 7. Qué horror. Después de eso, me gané algún tipo de declaración ofensiva de la banda en alguna actuación. Bueno, estaban en su derecho.

Este disco me gustó más que aquel sobre el que escribí entonces. Es potente, está bien tocado y tiene mucho sentimiento. Pero no es de eso que quiero escribir ahora. Es otra cosa la que llamó mi atención.

Por su repertorio, el disco de Los Miserables es un viaje de regreso a los ochenta. Pero no sólo por eso. Entre canción y canción se escuchan registros históricos, archivos con las voces de Tucapel Jiménez, Pierre Dubois, Estela Ortiz, Francisco Javier Cuadra. Esas ventanas de audio al pasado son algo escalofriante.

Resulta macabro escuchar los gritos de dolor de Estela Ortiz luego del degüello a manos de carabineros de su marido, José Manuel Parada, al lado del tono monocorde, parsimonioso e indolente con que el entonces secretario general de gobierno, Francisco Javier Cuadra, anuncia el hallazago de los cadáveres de Parada, Manuel Guerrero y Santiago Nattino, todos víctimas de los mismos "guardianes del orden".

Descoloca la calma de Tucapel Jiménez en un discurso donde prevé su asesinato. Estremece el breve relato con que el sacerdote Pierre Dubois, con una voz a punto de ceder ante el llanto, evoca el momento en encontró muerto a su amigo y también sacerdote André Jarlan, quien había recibido el impacto de una bala disparada para reprimir una protesta.

Escuchaba y pensaba: "esas fueron las fiestas de los ochenta, las verdaderas y macabras fiestas de los ochenta, un festín de sangre, crímenes y mentiras oficiales". Pensé en las absurdas y vacías fiestas de los ochenta de hoy, en los comerciales que usan hits de la época para atraer al segmento de los treintañeros, en los medios de comunicación que explotan esa nostalgia, incluido el mismo en que trabajo yo. Sentí repulsión.

Claro, es tonto pretender que sólo recordemos lo macabro de entonces. Después de todo, y como siempre, la vida seguía para los que quedaban vivos. Aquellas cosas superficiales que hoy son objeto de nostalgia pasaron y muchos las disfrutamos, pantalones amasados incluidos. Bailamos canciones tontas y nos obsesionamos más allá de toda lógica con las marcas que empezaban a penetrar el mercado local. Todo eso también es cierto.

Pero ya no puedo disociar las dos caras de la década. Cualquiera de las dos me recuerda la otra. Y no hay nada que hacer. Para muchos de nosotros, los ochenta resultan tan macabros como entrañables. Habrá que vivir con esa contradicción.

Después de todo, es una contradición menor al lado de la que descubrí después, siguiendo con estas cavilaciones: El mayor bienestar de nuestro país, nuestra estabilidad institucional, las mayores posibilidades de consumo, el crecimiento económico, las nuevas autopistas, los edificios, los pasillos de los malls, tienen como cimientos la sangre y los crímenes de ese entonces.

Para que nosotros los disfrutáramos, o nos diéramos el lujo de disfrutar criticándolos, otros inocentes tuvieron que morir.