6.13.2008

En el día del padre: Las instrucciones que nadie me dio

Aunque soy padre hace cinco años, sigo considerándome un primerizo. Mi segundo hijo tiene siete meses y me parece que olvidé todo lo que, a fuerza de errores, pude haber aprendido con mi hija mayor. Una vez le di una mamadera con sal a la pobre. Le puse aceite en la ropa y el pelo pensando que era colonia para guaguas.

Me consolé pensado que había un aprendizaje luego de tales condoros. Pero acá estoy, igual de torpe y con la misma sensación de extravío de hace media década, cuando empecé en “la mágica aventura de ser papá”.

Como muchos congéneres que se las dan de evolucionados y progresistas, leí manuales sobre gestación y crianza de recién nacidos durante el primer embarazo de mi mujer. Deseché de plano la idea de releerlos durante el segundo. Esos libros sobreestiman a los hombres. Aprendí mucho sobre el tapón mucoso, pero en ninguna parte encontré tips como “asegúrese de endulzar la leche de su bebé con azúcar” o “lea bien las etiquetas de lociones y aceites antes de frotarlos en la ropa y el cuerpo de su bebé”.

Y eso que no me veo liderando el ranking de ineficiencia o flojera parental. Tengo amigos de mi edad y con hijos que hacen gestos de náuseas a la sola mención de las palabras pañal o mudador, sugiriendo que sufren una incompatibilidad biológica con la limpieza de desechos de lactantes. Yo les digo que mudar es lo más fácil. Vestir a una guagua es un desafío infinitamente mayor, a la paciencia, a la lógica y al orgullo.

Toda la vida pensé que no había nada más difícil que desabrochar el corpiño de una mujer, tanto por la destreza técnica necesaria como por lo que involucraba llegar a tal situación. Me equivoqué. Unir correctamente los botones y broches de un enterito o un pilucho es una proeza más ardua todavía. Además, hay que saber distinguir las prendas: pilucho, enterito, osito. No sé cuál es cuál. Sólo tengo claro que el pijama, que es como un buzo, es lo único que se parece a la ropa normal.

Por cierto, en ningún libro sobre “la dulce espera” ni “el maravilloso viaje de ser padres” vi diagramas para poner correctamente un pilucho. Ninguna mujer explica en esas páginas qué lo diferencia de un osito o de un enterito. Sospecho que ellas se han puesto de acuerdo por generaciones para crear un culto hermético en torno a la ropa de recién nacidos y así excluir a los padres.

Si uno lo piensa bien, no debería ser tan complicado. Si sólo basta distinguir lo abrigado de lo desabrigado, el frío del calor. Y eso créanme que puedo hacerlo. Aunque mi hija, esgrimiendo el historial de la temperatura de sus papas, tal vez sostenga lo contrario. Con que se le olvide lo de la sal me conformo.

6.07.2008

Sergio Ernesto Lavín Zamudio (1914 - 2008)


Mi padre duerme. Su semblante augusto
figura un apacible corazón;
está ahora tan dulce...
si hay algo en él de amargo, seré yo.
(César Vallejo)

Mi abuelo murió hace una semana y un par de días. Una leucemia que sobrellevó admirablemente durante muchos años terminó con su vida cuando tenía 93 años.
He querido escribir algo sobre él todo este tiempo, pero me habían detenido la pena y cierto pasmo que me produce la histeria de los ritos funerarios católicos, la invocación obstinada a dios y el más allá, la triste rutina de lugares comunes que se esgrimen como consuelo, la puesta en escena y los diálogos fútiles que se montan con el fin de disimular el triunfo de la muerte, protagonista que se impone siempre y pese a todo.

Viví con mi abuelo hasta los 21 años. El forma parte del cuadro hasta en mis primeros recuerdos. Crecí observándolo y gran parte de lo que soy se lo debo a él. Era un hombre bueno y sencillo. Fue el primero que me hizo el truco del pulgar que parece amputado. Fue el primero que me preguntó cuántos pares eran tres moscas y de qué color era el caballo blanco de Napoleón. Me contaba chistes. Como nadie, mi abuelo me enseñó a apreciar la importancia del humor y los juegos en la vida.

Lo recuerdo en la primera casa en que viví con él, la casa donde nací, sacando uvas del parrón y naranjas de un árbol cuyas ramas alcanzaba con una vara larga a la que había adosado un cortaplumas y un tarro para recibir la fruta. Mi abuelo siempre estaba inventando herramientas y muebles, pisos, taburetes, mesas. Le gustaba cuidar su jardín.

A veces me llevaba de compras y se valía de su simpatía natural para conseguir siempre alguna rebaja. Durante gran parte de su vida trabajó como vendedor, por lo que sabía tratar a la gente, demostrarle preocupación y consideración. Lo hacía honestamente y con todo el mundo. Era discretamente coqueto y galante. Pasó sus últimos días rodeado de mujeres.

Mi abuelo vivía en una forma que no era precaria, pero que tampoco iba mucho más allá de la satisfacción de las necesidades básicas. Creo que le bastaba con eso. Disfrutaba con lo esencial, el brote de una rosa, una copa de vino, una partida de dominó. Tal vez no tuvo ambición, pero nunca pasó por encima de nadie, nunca engañó, nunca manipuló, nunca explotó a nadie.

Mi abuelo era un hombre de otro tiempo, al que le importaban cosas que a nosotros ya no nos importan. Era capaz de ser feliz con un rayo de sol. Ahora que no está, creo que necesito aprender a ser como él.