12.10.2006

Murió sin condena y nunca pidió perdón

Yo tenía un año para el golpe militar. Pinochet fue parte de toda mi vida, desde entonces y hasta las 14.15 horas de hoy, domingo 10 de diciembre, fecha en que se celebra el Día Internacional de los Derechos Humanos.

Santiago celebra en la Plaza Italia. En el Hospital Militar, los partidarios del ex dictador exigen desaforados (su héroe conoció bastante bien esa palabra) banderas a media asta y honores de estado.

Murió Pinochet. El viejo tenía corazón y le dejó de latir a los 91 años. Fue procesado en seis causas por la justicia chilena y no recibió una sola condena. Se fue a la tumba con la hoja de vida en limpio, lo que debe ser una satisfacción en el último momento de un militar. Podría haber sido extraditado de Inglaterra a España y juzgado allá, pero los adversarios a quienes él persiguió, reprimió y fustigó, intercedieron por él y lograron que volviera a Chile debido a algo que a él debe haberle sonado raro: "razones humanitarias".

La suerte fue un factor constante en la vida de Pinochet. A los 33 años, estuvo a cargo del campo de prisioneros de Pisagua que estableció el gobierno de Gabriel González Videla para privar de su libertad a militantes del Partido Comunista, proscrito por una ley promovida por ese presidente. En Pisagua, Pinochet impidió que una delegación parlamentaria en la que participaba el mismo Allende, visitara a los prisioneros. Nadie recordó el incidente y en la Unidad Popular nadie puso reparos para que este militar que ofendió a legisladores chilenos y obstaculizó el ejercicio de su fiscalización, asumiera la Comandancia en Jefe de del Ejército.

La suerte lo salvó de morir en el atentado en su contra en 1986. Sus días de reclusión en Londres y el arresto domiciliario al que estuvo sometido hasta antes del infarto al miocardio que lo llevó a su último paso por el Hospital Militar no pueden considerarse mala suerte. Pinochet no estuvo exiliado, no fue torturado, a su casa no llegaron patrullas militares que se llevaron a sus hijos para hacerlos desaparecer, no lo degollaron ni lo quemaron vivo.

El hablaba mucho de la Divina Providencia. Si tal cosa existe, no cabe duda de que lo favoreció. Sólo al final y quizás a modo de leve toque compensatorio, esa Providencia pudo haber dispuesto que su último aliento coincidiera con el cumpleaños de su esposa y con la ya mencionada efeméride mundial de los derechos humanos (el 10 de diciembre de 1948, la Organización de Naciones Unidas oficializó la Declaración Universal de los Derechos del Hombre).

En su último cumpleaños, Pinochet hizo una declaración pública bastante anodina, donde asumía la responsabilidad de todo lo que había hecho, o algo así. Menudo reconocimiento. Que alguien asuma la responsabilidad por sus acciones es como el nivel básico, el punto de partida, no la conclusión a la que uno pueda llegar cuando la muerte está rondando el vecindario. Lo que es realmente humano, alcanzado ese punto, sabiendo además que es difícil que la justicia llegue a imponer un castigo por esos actos, es pedir perdón.

La soberbia de Pinochet, su terquedad huasa y tosca, predominaron hasta el último segundo de su vida. Su muerte no me alegra. Porque no hubo justicia. Y él no pidió perdón. Por lo tanto, nadie lo podrá perdonar.